10.29.2013

Nunca estamos preparados para la muerte de los pares, de uno de nosotros. 
Uno espera la muerte de sus abuelos, de alguien después de una dura agonía, hasta está preparado para que sus padres se vayan antes que uno mismo. Pero cuando muere un par,  un compañero, uno que viste sonreír horas antes el golpe, el dolor es inmenso, no sólo porque lo vas a extrañar sino porque no está de repente, de repente no hay que contarlo para las salidas, no hay que esperar verlo llegar... 
Mis encuentros con la muerte fueron pocos, el primero fue el peor, fue ese que no esperaba, fue de un par. Por eso odio las muertes, los velorios, porque todos me hacen recordar ese momento, volver a vivir ese luto.  
Ahora casi cinco años después vuelvo a vivir la muerte de un joven. Mi relación con él en estos tiempos era nula, pero alguna vez viví con él recreos, cumpleños, salidas al campo de deportes, manchas, fotos escolares. Como no fue cercana, ni cerca no estoy afectada, pero me hizo reflexionar el valor de la vida, porque es lo que le da valor a la muerte. La muerte duele porque la vida vale. Ahora nuevamente tengo a la muerte persiguiéndome, me imagino qué sería de mí si alguno de mis pares muriera, qué haría, dónde me sentaría. Odio sentirme así, pensar esas cosas.